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Se quita la vida el jefe de contabilidad del Comité Olímpico Japonés

Se quita la vida el jefe de contabilidad del Comité Olímpico Japonés
martes 08 junio, 2021 - 12:21 PM

La presente edición de los Juegos Olímpicos está siendo, sin lugar a dudas, la más complicada desde la Segunda Guerra Mundial. Ni en los tiempos más duros de la Guerra Fría, con los boicots alternos de uno y otro bloque ideológico, se llegó a los niveles de surrealismo que estamos viendo ahora, empezando por el nombre de la cita: se llaman oficialmente Tokio 2020 pero van a tener lugar en 2021. Si es que se llegan a celebrar, porque casi a diario nos encontramos un capítulo nuevo que dificulta las cosas. El último, algo tan sórdido como un suicidio.

Según la prensa local, Yasushi Moriya, de 52 años, se arrojó a las vías del tren justo cuando pasaba un convoy, a las 9.20 de la mañana, en la estación de Nakanobu, en el barrio de Shinagawa, al este de la capital japonesa. Aunque inmediatamente se le trasladó al hospital, los médicos no pudieron hacer nada por salvarle y falleció apenas dos horas después. La investigación policial sigue su curso, pero las circunstancias del suceso apuntan a que se quitó la vida por propia voluntad.

Moriya, que no dejó ningún mensaje explicando sus motivos (se le ha podido identificar porque llevaba con él su documentación), tenía un cargo de gran importancia en el Comité Olímpico Japonés, en el que se ocupaba del departamento de contabilidad, y por tanto estaba implicado activamente en la organización de los Juegos que deben empezar en un mes y medio. Si es que se llegan a celebrar, algo que, pese al poquísimo margen que queda, no es ni mucho menos seguro. Este episodio tan turbio no es la gota que colma el vaso… porque hay tantísimos problemas que ya estaba rebosando desde hacía meses.

El problema fundamental, como cabía imaginar, es el coronavirus. La pandemia que paralizó el mundo en 2020 impidió que se celebraran en el verano del año pasado, como estaba previsto. Pero no se suspendieron, sino que se decidió aplazarlos para cuando la situación sanitaria fuera mejor. Porque tanto el Comité Olímpico Internacional como el gobierno japonés se oponen frontalmente a la idea de cancelarlo todo, principalmente por motivos económicos: la suspensión implicaría la ruptura de una maraña de contratos con patrocinadores, con consecuencias tanto jurídicas como monetarias difíciles de asumir. Esa fue la razón de que el año pasado se resistieran a anunciar que se aplazaban y de que ahora estén resistiendo contra viento y marea a la posibilidad de anular la cita.

Pero claro, todo está, o debería estar, supeditado a que la epidemia remitiera. Y lamentablemente, aunque aquí mal que bien vamos saliendo poco a poco del túnel, en Japón no están nada bien en este sentido. Tras una primera y segunda olas relativamente suaves, la tercera, el pasado invierno, y la cuarta, de la que están intentando salir, han sido devastadoras, con picos de más de 6.000 casos diarios. En abril hubo que imponer por tercera vez el estado de alarma en Tokio y otras grandes ciudades del país, nueve prefecturas en total, manteniendo cerrados grandes almacenes y establecimientos de hostelería, además de recomendando la vuelta al teletrabajo siempre que fuera posible.

Se han sumado dos factores. Por un lado, la llegada al archipiélago de cepas particularmente virulentas, como la británica, e incluso el surgimiento de una variante propia, que han hecho que la cantidad de contagios se dispare a niveles incontrolables en momentos puntuales. Por otro, la vacunación, que está siendo sorprendentemente lenta: aunque el ritmo está empezando a crecer, a estas alturas solo han recibido la pauta completa 4.300.000 nipones, lo que equivale a un ridículamente bajo 3,4 % de la población nacional. Es una proporción bastante menor que la media mundial (6 %) y vergonzosa si se compara, sin ir más lejos, con el 23,5 % que tenemos ya en España. Por mucho que aceleraran de aquí al encendido de pebetero, previsto para el 23 de julio, se cree que sería imposible pasar del 33 %.

Así las cosas, los hospitales de Japón están permanentemente al borde del colapso. Médicos y enfermeras se enfrentan a jornadas interminables de trabajo (El Confidencial cita un comunicado del sindicato de médicos que reporta que el 40 % está superando con holgura el máximo de horas permitido por ley) y a escasez de camas donde acoger a los enfermos y de fármacos para tratarlos. El Mundo cuenta que en Osaka, a 500 kilómetros al oeste de Tokio, se ha podido hospitalizar solo al 14 % de los pacientes, porque no hay sitio para más; el resto se han dejado a su suerte.

Los profesionales del sector se han manifestado en repetidas ocasiones contra la posibilidad de organizar justo ahora los Juegos, porque consideran que traer en estos momentos a deportistas, técnicos, personal de las distintas delegaciones nacionales y a los visitantes que pudieran llegar (aunque las cosas están tan mal que el gobierno estadounidense ha desaconsejado expresamente el viaje a sus ciudadanos) es una temeridad abocada al desastre absoluto. Incluso algunos representantes de la administración, como el virólogo Hiroshi Oshitani, asesor del gobierno, no paran de advertir del riesto existente.

Las preocupaciones de los sanitarios han calado en la opinión pública oriental. Las encuestas muestran de forma rutinaria que una mayoría abrumadora de la población, de más del 80 % según algunos sondeos, preferirían que los juegos no se disputaran. Hay auténtico pánico a que los extranjeros que llegaran expandieran aún más un virus que ya de por sí no consiguen controlar. Teniendo en cuenta que, según la legislación japonesa, es imposible prohibir la movilidad dentro del territorio nacional, se teme que el movimiento de turistas de un lado a otro del país sea un nuevo vector de transmisión de la infección. Lo máximo que se puede hacer es la medida que han adoptado hasta 31 prefecturas de las 47 que forman la nación, que han cancelado los programas oficiales de acogida de deportistas que había planeado el gobierno para intentar que los Juegos beneficiaran no solo a Tokio sino a todo Japón.

En la ciudad se registran con frecuencia manifestaciones de ciudadanos indignados (por supuesto, todos con su mascarilla y con la debida distancia de seguridad) reclamando con urgencia que se cancelen los juegos. Medios de comunicación influyentes como el diario Asahi Shimbun, colaborador oficial de los Juegos que es el segundo con más tirada en Japón (y tercero en el mundo), han pedido en sus editoriales que impere la sensatez y se anule todo. Casi 15.000 de los 80.000 voluntarios que se habían inscrito para colaborar con la organización han renunciado a participar. Incluso delegaciones foráneas (una muy simbólica es la de Corea del Norte) ya han anunciado que no acudirán por miedo a los contagios. Después de meses de maltrato, el gremio de enfermería se ha negado a proporcionar 500 trabajadores extra sin cobrar para que refuercen el dispositivo especial, alegando que la población japonesa necesita que todos los esfuerzos se centren en frenar los contagios locales.

Las cosas, en definitiva, tienen una pinta malísima. Se dan todos los ingredientes para que Tokio 2020 en 2021 sea no solo un fracaso, sino también una catástrofe de consecuencias extremadamente graves. Pero aun así, los mandatarios japoneses no dan su brazo a torcer y quieren seguir adelante. Salvo cambio repentino y muy imprevisto de planes, lo único que podemos hacer es confiar en habernos pasado de precavidos y desear que la suerte permita que, aunque todas las probabilidades estén en contra, de alguna manera el cuento acabe teniendo final feliz.

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