Berlín. (EFE).– La idea era hacer los Juegos Olímpicos más alegres y más abiertos de la historia, mostrar que Alemania era otra a la que había organizado los Juegos de Berlín en 1936 bajo la bandera nazi y durante los primeros días todo apuntaba a ello pero llegó el 5 de septiembre, el día en que se rompió la paz olímpica.
Sobre todo lo que significó Múnich deportivamente, con las siete medallas de oro de Mark Spitz y la maravilla arquitectónica del parque y el estadio olímpico pesa esa sombra.
El día de la inauguración los miembros del equipo israelí -entre ellos el marchador Shaul Ladany, superviviente del campo de concentración de Bergen-Belsen- habían sido recibidos con júbilo en el estadio. “Pocos días después -ha escrito recientemente el diario “Jüdische Allgemeine recordando los hechos- once de ellos volverían a su país en ataúdes”.
La palabra tragedia no cabe en esta historia. Una tragedia es algo que tiene que ver con el destino y los responsables de lo que ocurrió no obraron guiados por extrañas fuerzas incontrolables sino por propia voluntad.
La libertad que había en la villa olímpica, las pocas medidas de seguridad que estaban previstas justamente por el deseo de mostrar una Alemania abierta facilitaron a ocho terroristas llegar hasta el alojamiento de los atletas israelíes.
Algunos miembros del equipo lograron escapar, entre ellos Ladany, que años después diría que había debido quedarse tal vez como expresión de algo que es frecuente en los supervivientes del Holocausto: el sentimiento de culpa de estar todavía vivos.
El entrenador del equipo de lucha, Moshe Weinberg, fue el primer muerto al recibir un disparo cuando intentó huir de sus secuestradores. El levantador de pesas Josef Romano resultó herido en el ataque al alojamiento y murió dos horas después. Los integrantes del comando palestino se negaron a permitir el acceso de un médico.
Los terroristas se quedaron con nueve miembros del equipo como rehenes: David Mark Berger y Zeev Friedmann, levantadores de pesas, Yossef Gutfreund, juez de lucha, Eliezer Halfin y Mark Slavin, luchadores, André Spitzer, entrenador de esgrima, Amitzur Shapira, entrenador de atletismo y Yakov Springer, árbitro de halterofilia.
Sus exigencias eran la liberación de 328 personas que ellos consideraban compañeros de lucha entre los que se contaban los cabecillas de la banda terrorista alemana Fracción del Ejército Rojo (RAF) Andreas Baader, Gudrun Enslin y Ulrike Meinhoff y el japonés Kozo Okamoto además de 200 palestinos presos en Israel.
Pedían además un avión para poder llegar con los rehenes a una ciudad árabe y amenazaban con asesinarlos a todos si la policía intentaba entrar en el alojamiento.
Mark Spitz, la máxima figura de los Juegos y de origen judío, pidió protección especial y abandonó precipitadamente Múnich.
La embajada israelí hizo saber a las autoridades alemanes que era improbable que el Gobierno de Golda Meier abandonara el principio de no ceder a presiones de ese tipo pues de lo contrario la seguridad de sus ciudadanos en el extranjero estaría constantemente en peligro.
Finalmente se optó por un estrategia de liberación que terminó en desastre tras una pesadilla que duró más de 20 horas. Se fingió ceder a las exigencias de los terroristas. En el camino hacia el avión francotiradores de la policía debían dar muerte a los terroristas.
La policía partía de la base de que los terroristas eran cinco y no ocho. En medio de la acción uno de los terroristas lanzó una granada en uno de los helicópteros con rehenes y otro mató a tiros a los que estaban en el otro.
Al final el balance fue de 11 miembros del equipo israelí muertos, incluyendo a Romano y Weinberg que ya habían fallecido en la Villa Olímpica, además de un policía alemán y cinco terroristas.
El clavadista italiano Klaus Dibiasi, que había ganado la medalla de oro, iba de regreso a su casa en Bonzen cuando escuchó en la radio lo que había ocurrido.
Hace poco dijo que había sabido en ese momento que nunca unos Juegos Olímpicos volverían a ser como habían sido los Juegos de Múnich hasta ese 5 de septiembre.