“En un mundo ideal, este equipo no debería existir. Pero, desafortunadamente, las razones por las que lo creamos antes de Río 2016 todavía persisten”, sostuvo Bach.
Sus historias humanas pusieron voz y rostro a un drama que, a finales de 2017, afectaba a casi 70 millones de personas, según datos de la ONU, una cifra siempre al alza en el último lustro. Por ejemplo, la vida de la nadadora Yusra Mardini, nacida en Damasco, donde su padre era entrenador de natación. En 2012, a los 14 años, ya representó a Siria en los Mundiales de Estambul en piscina corta, y en el verano de 2015 huyó de la guerra junto a su hermana Sarah. Atravesaron Líbano por tierra hasta Esmirna (Turquía) y cruzaron en bote el Mediterráneo hasta alcanzar la isla griega de Lesbos. A los treinta minutos de viaje, sin embargo, el motor se paró y Yusra tuvo que empujar la embarcación durante tres horas y media con los pocos pasajeros que también sabían nadar para llevarlo a puerto. “Qué vergüenza si me muriera ahogada, yo, que soy una gran nadadora…”, confesaba en Brasil.
También se pudo conocer la tragedia de la yudoca Yolande Mabika, a quien la guerra del Congo le arrebató la infancia. Reconoció que no se acuerda de los rostros de sus familiares porque tuvo que separarse cuando tenía diez años. Tanto ella como Popole Misenga, de 24 años, pasaron sus primeros años en un centro para niños desplazados en la capital congoleña, Kinsasa. En 2013, llegaron a Río de Janeiro para el Campeonato Mundial de Judo y decidieron quedarse. No aguantaban más las vejaciones de los entrenadores nacionales que los dejaban sin comer durante días si perdían.