Draymond Green es Darth Vader para la NBA. El lado oscuro, la némesis de los héroes, la destrucción como método de dominación. La risa macabra que corta transversalmente los tiempos, el mal necesario para ganar. Si Stephen Curry es la belleza del arte en movimiento, si Klay Thompson es la mecánica perfecta del trazo sobre el lienzo, Green es el músculo que tensa situaciones. El trabajo sucio que nadie ve pero todos necesitan.
¿Hasta cuándo jugará en esta Liga sin carnet de conducir?
El martes por la noche, se disfrazó de luchador de WWE al provocarle una llave maestra a Rudy Gobert a segundos de empezado el duelo entre Golden State Warriors y Minnesota Timberwolves. Si no se hubiese metido en la jugada al estilo Green, si hubiese dejado que el agua corriese bajo el puente, quizás las expulsiones de Thompson y Jaden McDaniels no hubiesen existido. Pero Green hizo lo que Green hace: jugar al básquetbol con su propio reglamento. Oler como un tiburón donde puede haber sangre y meterse en el ojo de la tormenta con el único objetivo de llamar la atención. Ni gracioso ni simpático, a esta altura de su carrera es imperdonable.
El perro puede ladrar, pero si muerde, la responsabilidad es del dueño.
¿Hasta cuándo Adam Silver? Según el sitio Sportrac, Green acumula $1,458,076 (un millón cuatrocientos cincuenta y ocho mil dólares con setenta y seis centavos) en las más de 200 multas registradas desde que llegó a la NBA en 2012. Fue expulsado 17 veces en temporada regular (la mayor cantidad entre jugadores activos) y 19 en total incluyendo playoffs. Y la NBA sigue silbando bajito cuando lo ve venir. Un matón con licencia para hacer lo que se le ocurra, un personaje que se devoró por completo al alero de excelencia que supo ser, un hombre de a pie que aún no encontró placa de sheriff que sirva para amedrentarlo.
Hasta que no haya algo ejemplificador, no habrá cambios. Y cuidado con los espejos, porque esta manera de hacer las cosas puede provocar preguntas lógicas en quienes lo sucedan: ¿Por qué él puede pasar luces en rojo, pisar más fuerte el acelerador de lo permitido, no respetar señales, y yo no? Es tan evidente como lógico el cuestionamiento.
La NBA, con Draymond Green, está ante el desafío de instruir desde lo cívico. Regresar a esos orígenes. David Stern sabía muy bien cómo manejar estas cosas para frenarlas a tiempo. La sanción más grande de la historia de la NBA se dio en el choque entre Indiana Pacers y Detroit Pistons en el Palace de Auburn Hills (“Malice at the Palace”), con Ron Artest como máximo perjudicado. Y sentó precedente.
Green viene hace largo rato con estas actitudes de bravucón que solo contaminan su legado. Que nada tienen que ver con sus éxitos. En los playoffs pasados pisó a Domantas Sabonis en el Juego 2 de primera ronda contra Sacramento Kings y lo suspendieron para el tercer juego de la serie. ¿Solo eso? Solo eso. De nuevo: la diversión estuvo por encima de la disciplina. El negocio por encima de lo que debió ser.
En la pretemporada de la pasada temporada, con todo el plantel presente, le pegó un puñetazo a Jordan Poole que recorrió el mundo. Y más allá del impacto de ver algo así, no pasó absolutamente nada. “Va a volver a los entrenamientos el jueves”, dijo Steve Kerr en aquella oportunidad.
No sirve de nada, después, hacer leña del árbol caído.
La cantidad de problemas e incidentes serios de Green se sucedieron uno tras otro. Recordemos: el codazo a Blake Griffin en el choque de Navidad de 2013 contra los Clippers, la patada que le pegó a Steven Adams en el choque ante el Thunder en el Juego 3 de Finales de Conferencia Oeste 2016, y el golpe en la ingle a LeBron James de los Cavaliers en aquellas Finales que le costó la suspensión en el Juego 5 y quizás el campeonato en una serie que lideraban 3-1.
En 2015, aún se recuerda la burla a los Cavaliers cuando dijo, al lado de Thompson en una entrevista post campeonato: “es nuestra liga” y “ellos apestan” en referencia a LeBron y los Cavs.
Ni hablar la patada en diciembre de 2016 a James Harden cuando estaba en los Rockets, mismo año en el que fue denunciado por Jermaine Edmondson, un jugador de fútbol americano de la Universidad de Michigan, quien dijo que Green lo golpeó fuera de un restaurante. Vale también mencionar la pelea que terminó en la tribuna contra Bradley Beal, de Washington Wizards a comienzos de temporada 2017-18 y fuera de la cancha el cruce con Dilon Brooks en la pasada temporada, quien había dicho públicamente que no le gustaba Green. “Si te preguntas por que los Memphis Grizzlies no pueden competir por un campeonato, no busques más allá del idiota que está aquí”, le contestó el número 23 en su podcast personal.
Bocón, provocador, agresivo, Green sigue siendo a sus 33 años un potrillo salvaje sin domesticar. Un jugador que abusó del poder intangible que vaya a saber quien le otorgó pero que existe, porque otro no puede hacer ni la mitad de las cosas que hace Green en una cancha de básquetbol. Que anda por la vida sentando precedente con actitudes antideportivas, con su propio manual de procedimientos, con dólares para pagar equivocaciones que a esta altura más que equivocaciones son decisiones.
El enemigo público número uno, el representante cabal del lado oscuro, necesita que alguien le ponga un freno de mano a su accionar. Evidentemente, el dinero no sirve para que escarmiente.
Existe una única manera de hacer las cosas y es hacerlas bien. La NBA, en esto, ha sido ejemplo a lo largo de los años.
No fue ayer, pero debe ser hoy. Volver a los orígenes y empezar de nuevo. Adiós a las palabras, bienvenido a las acciones.
De una vez, y para siempre, será justicia.