Cuando Jaime Espinal escuchó por primera vez la palabra “lucha”, rápido se imaginó a sí mismo emulando los movimientos de Carlitos Colón en la lucha libre. Poco se imaginaba que la lucha era en sí un deporte que lo llevaría a la gloria olímpica y que, a la vez, lo encaminaría en una vida llena de obstáculos.
Fueron múltiples las ocasiones y situaciones que amenazaron con alejarlo de la lucha, disciplina que comenzó a practicar a los nueve años.
Pero su presentimiento de que el deporte lo llevaría a conquistar enormes gestas y a ser portavoz de buenas noticias, siempre lo mantuvo aferrado a la lucha, que le proveyó desde cariño paternal hasta la gloria deportiva con su medalla de plata en los Juegos Olímpicos de Londres 2012.
Todo inició, y aún continúa, en las modestas instalaciones del Club Sparta, ubicado en el complejo deportivo aledaño a la escuela Gabriela Mistral, en Caparra Terrace, Puerto Nuevo. Con nueve años de edad, Espinal frecuentaba el parque. Habían pasado cuatro años desde que su madre, Alejandrina Fajardo Hernández, lo había traído desde República Dominicana para que se criara en la Isla.
“Vinimos a jugar baloncesto, el entrenador (Pedro Rojas) se nos acerca, y nos dice: ‘Miren, ahí adentro estamos haciendo lucha olímpica para que ustedes vengan si quieren practicar’, y entonces digo: ‘¿Lucha olímpica? ¡Vamos allá!’ Vinimos pensando que era lucha libre, (al estilo de) Carlitos Colón”, recordó Espinal en entrevista con este diario en el Club Sparta.
Poco tardó en darse cuenta de la naturaleza del deporte que lo enamoró desde el saque.
Mejor aún, el entrenador Rojas lo acogió bajo su tutela y le sirvió de figura paternal. Ya no solo era su coach, sino un necesitado aliado.
“Me quedé mucho tiempo aquí por lo divertido que era, porque mi corazón se sentía bien aquí, más que por el deporte”, dijo Espinal.
La gran decisión
Su incursión en la lucha, y hasta su propia vida, se vio amenazada a sus 15 años, cuando su madre decidió mudarse a Brooklyn, Nueva York, donde aún reside hoy día. Espinal recuerda con claridad el racismo que tuvo que soportar como estudiante de escuela superior, además de las numerosas peleas “cada dos o tres días” en las que se vio enfrascado pese a su voluntad de alejarse de ellas.
“Una vez tuve una pelea bien fuerte. Me sacaron una cuchilla. Yo sé pelear con gente normal, pero nunca he practicado cómo quitar una cuchilla de una mano. Gracias a Dios, me pude ir corriendo y llegué a la casa diciendo que ‘no, esto no es para mí, yo no puedo más'”, rememoró.
Luego de una discusión con su madre, regresó solo a Puerto Rico en donde vivió con la madrina de su hermana.
En ese periodo se “desencantó” del deporte. Comenzó a practicar cheerleading e incursionó en el baile, lo que le ayudó a sufragar sus gastos personales. No obstante, Rojas siempre le insistió en que regresara a la lucha, y le mencionó el programa de Atleta a Tiempo Completo, con el cual podría dedicarse de lleno a entrenar mientras recibía ayuda económica.
Pero antes tenía que conseguir los resultados.
De regreso a la lucha
Antes de los Juegos Centroamericanos y del Caribe de Mayagüez 2010, Rojas envió a Espinal a entrenar a Cuba por nueve meses. La meta era lograr una presea de oro en Mayagüez, para que le abriera las puertas para recibir más ayudas. El tiempo en Cuba fue, según Espinal, “un dolor de cabeza”.
“Fue bien diferente. Me fui a un país donde la comunicación no es tan buena. Yo estaba literalmente solo, solo”.
El trabajo en Cuba rindió dividendos y pudo colgarse la presea dorada en los Centroamericanos. Pero, luego de nueve meses en Cuba, Espinal terminó su participación en Mayagüez y se vio, de nuevo, sin hogar en la Isla. Ahí entró en juego el también luchador Franklin Gómez, quien estudiaba en Pensilvania y le ofreció hogar y un lugar donde entrenar.
“Franklin era uno de los muchachos que yo molestaba cuando era más chiquito porque él era de un peso más bajito”, reveló Espinal con una sonrisa. “Pero él me abrió las puertas y me dijo: ‘Puedes venir aquí siempre y cuando tú sigas las reglas que tengo en esta casa'”.
Y Gómez, el pequeñín que siempre molestó, se convirtió en otra figura paternal. Espinal tenía que comer el mismo cereal que comía Gómez, llegar a la casa antes de las 11:00 de la noche, y lo tenía que acompañar al servicio religioso. Fue ahí también donde Espinal incursionó de lleno en la fe cristiana, a la cual hoy se aferra más que nunca.
Fueron meses que cambiaron a Espinal para siempre. Eventualmente, consiguió la ayuda económica que necesitaba para convertirse en un atleta a tiempo completo y vio todo el esfuerzo y las malas memorias convertidos en una medalla de plata olímpica en Londres.
Ahora, como figura pública, su único norte es alentar a los jóvenes para que le sigan sus pasos, sin importar las malas cartas que les juegue la vida. Mientras recorre las calles de Caparra Terrace, los estudiantes de la Gabriela Mistral lo paran, se retratan con él. Espinal, de 27 años, nunca niega una foto, y hasta entabla conversación con los jóvenes. Ya reconoce su rol en la sociedad.
“Nunca me sentí que tenía apoyo grande, eso de familia bonita y festejar la Navidad, no fue así. Crecí casi solo. Por supuesto, mucha gente me ayudó”, compartió. “Todo el mundo puede llegar hasta aquí. Lo único que tú necesitas es creértelo… cambiarlo”.